Cuenta la leyenda que en marketing y publicidad, todo giraba en torno a entender al consumidor (y lo podemos trasladar a todo: lo importante es la gente). Había un esfuerzo genuino por conectarse con las emociones, los miedos y las aspiraciones de las personas. Sin embargo, en la carrera por optimizar cada interacción, parece que se ha dejado de lado la empatía. En lugar de ver a las personas detrás de los datos, las tratamos como métricas que deben maximizarse. ¿El resultado? Un mundo donde la humanidad se siente como un accesorio opcional, tanto en las relaciones comerciales como en las humanas.

La empatía, esa capacidad de ponerse en los zapatos de otra persona, no solo es clave para el marketing efectivo, sino que es el pegamento que mantiene unida a nuestra humanidad. En un mundo que está hiperconectado tecnológicamente pero desconectado emocionalmente, es más fácil que nunca olvidarse de la persona al otro lado de la transacción. ¿Quién necesita conexión cuando un chatbot puede cerrar la venta? Pero esto no es solo un problema del marketing; es un reflejo de cómo tratamos nuestras relaciones humanas en general.

Hemos llegado a un punto donde fingimos que las transacciones, ya sean económicas, sociales o emocionales, pueden existir sin la humanidad. Pensamos que la eficiencia lo justifica todo, que la rapidez puede sustituir la conexión. Pero mientras haya un ser humano involucrado, no podemos darnos el lujo de ignorar la empatía. La gente no recuerda un anuncio por la oferta, sino por cómo los hizo sentir. Lo mismo aplica para las relaciones: no recordamos cada palabra, pero sí el tono, la intención y el respeto.

En marketing, cuando olvidamos la empatía, cometemos errores garrafales: campañas que insultan en lugar de inspirar, marcas que parecen sordas ante las necesidades de su público, y estrategias que no generan lealtad sino rechazo. Pero en nuestras relaciones humanas, el costo es aún más alto. Sin empatía, no hay confianza. Sin confianza, no hay comunidad. Y sin comunidad, lo único que queda es una soledad cada vez más ruidosa.

Recuperar la empatía no requiere una revolución, sino un regreso a lo básico: escuchar más de lo que hablamos, observar más de lo que asumimos, y tratar a las personas con el respeto que merecen, ya sea tu cliente, tu colega, o el extraño que acabas de conocer. En un mundo lleno de distracciones, elegir estar presente es un acto radical de empatía. Y en el marketing, recordar que hay un humano al otro lado de la pantalla no solo es bueno para los negocios; es bueno para todos.

En última instancia, la empatía no es solo una estrategia; es una elección. Una elección que define cómo queremos vivir, trabajar y relacionarnos con el mundo. Podemos seguir ignorándola y pagar el precio, o podemos reivindicarla como el núcleo de lo que nos hace humanos. Y si logramos hacer eso, tanto en nuestras campañas como en nuestras vidas, tal vez podamos empezar a cerrar la brecha entre lo que somos y lo que deberíamos ser.